El ruido fue seco y contundente; y el olor, que siguió a una pequeña e inofensiva humareda, no dejó lugar a dudas: mi ordenador había estirado la pata. Nuestro 'arreglatodo' del periódico, Chusmari, no se equivocó en su diagnóstico, que luego ratificó el técnico de la casa donde compré la computadora,aún en garantía. Era la fuente de alimentación, algo que es, según me han dicho, relativamente simple de reemplazar, por lo que supuse que sería una cuestión de horas.
Pero ya han pasado dos semanas desde entonces y el aparato continúa lesionado (y secuestrado) a falta de una primera evaluación. Durante estos días he descubierto lo dependiente que somos de estos cachivaches. Es como si estuviese desnudo, desprotegido, desinformado, sin poder leer los correos electrónicos, con películas y música atascadas en el 'emule', sin tener la oportunidad de actualizar mi blog y sin la capacidad -cada vez más fuerte- de sumergirme (y chismorrear) en el 'facebook'.
De hecho, durante los primeros días creo que pasé por el síndrome de abstinencia: no pegaba ojo por las noches, tenía pesadillas en donde los 'bytes' y 'chips', desde su destierro en su purgatorio especial, me atormentaban la cabeza. Pero unos días después caí en la cuenta de los beneficios de no tener ordenador en casa. Comencé a irme a dormir antes de la medianoche, a disfrutar de la lectura, a percibir los buenos momentos de silencio y, sobre todo, a no estar atento, como un poseso, a una pantalla de 19 pulgadas.
Y me acordé de mi abuela Totita, que en octubre cumple 90 años y está mejor que yo de salud (y de cabeza). No tiene móvil ni ordenador por propia decisión. Está todo el día en la calle, en el cine o en el teatro; viaja en autobús, hospeda a estudiantes de intercambio, dirige un aula cultural y afirma que teclear en un ordenador es perder el tiempo (aún escribe cartas con ese finísimo papel). No está presa de las nuevas tecnologías, como yo, que me he tenido que venir a Lanzarote para poder combatir este mono. Pero como se ve, ha sido imposible.