viernes, 29 de agosto de 2008

La vida en semanas

Desde hace un tiempito a esta parte (no mucho, para ser sincero) mi vida ha cambiado radicalmente. Ha dado un giro de 180 grados y automáticamente he aprendido a dejar de medir el tiempo en meses o años y he comenzado a usar las semanas como principal baremo. Y de esto hace exactamente 13 semanas.

Se supone, si todo va bien, que en poco menos de 23 semanas la cosa más dulce llegará a este mundo. Y nosotros estamos felices, ilusionados, alucinados y un sinfín de adjetivos. Ahora, les presento a mi hijo, que en la actualidad, con 13 semanas de vida, mide sólo 7 centímetros. El médico cree que será una nena, aunque eso se desvelará en las próximas semanas. De momento, los tres nos vamos la semana que viene a Las Landas, a hacer vida en familia y a prepararnos para lo que viene.



domingo, 17 de agosto de 2008

Tecnologías de antes

El ruido fue seco y contundente; y el olor, que siguió a una pequeña e inofensiva humareda, no dejó lugar a dudas: mi ordenador había estirado la pata. Nuestro 'arreglatodo' del periódico, Chusmari, no se equivocó en su diagnóstico, que luego ratificó el técnico de la casa donde compré la computadora,aún en garantía. Era la fuente de alimentación, algo que es, según me han dicho, relativamente simple de reemplazar, por lo que supuse que sería una cuestión de horas.

Pero ya han pasado dos semanas desde entonces y el aparato continúa lesionado (y secuestrado) a falta de una primera evaluación. Durante estos días he descubierto lo dependiente que somos de estos cachivaches. Es como si estuviese desnudo, desprotegido, desinformado, sin poder leer los correos electrónicos, con películas y música atascadas en el 'emule', sin tener la oportunidad de actualizar mi blog y sin la capacidad -cada vez más fuerte- de sumergirme (y chismorrear) en el 'facebook'.

De hecho, durante los primeros días creo que pasé por el síndrome de abstinencia: no pegaba ojo por las noches, tenía pesadillas en donde los 'bytes' y 'chips', desde su destierro en su purgatorio especial, me atormentaban la cabeza. Pero unos días después caí en la cuenta de los beneficios de no tener ordenador en casa. Comencé a irme a dormir antes de la medianoche, a disfrutar de la lectura, a percibir los buenos momentos de silencio y, sobre todo, a no estar atento, como un poseso, a una pantalla de 19 pulgadas.

Y me acordé de mi abuela Totita, que en octubre cumple 90 años y está mejor que yo de salud (y de cabeza). No tiene móvil ni ordenador por propia decisión. Está todo el día en la calle, en el cine o en el teatro; viaja en autobús, hospeda a estudiantes de intercambio, dirige un aula cultural y afirma que teclear en un ordenador es perder el tiempo (aún escribe cartas con ese finísimo papel). No está presa de las nuevas tecnologías, como yo, que me he tenido que venir a Lanzarote para poder combatir este mono. Pero como se ve, ha sido imposible.

martes, 12 de agosto de 2008

Cretinos en potencia

Nos están por conquistar, están por todos lados. Los cretinos pululan por la vida, haciendo de las suyas a diestro y siniestro, desparramando su estupidez por los cuatro puntos cardinales. A algunos se les ve venir, bien necios ellos, haciendo gala de su imbecilidad por doquier. Pero por lo menos esa advertencia te hace estar en alerta ante el cretino de turno.Pero hay otros, que son los peores y los más peligrosos, que utilizan mil disfraces para esconder esta cualidad innata. Como el tipo que me metió un codazo en las costillas el jueves pasado, durante el Riojano, Joven y Fresco, para exigir, de muy mala manera, que el bodeguero de turno le sirviese un vino en una atestada Bretón de los Herreros.

También está el asesino -muy cretino él- que se vistió de conductor y apagó la vida de toda una familia en la localidad toledana de Polán, además de la suya, porque no supo ser paciente y decidió pasar a varios coches a la vez en una carretera el viernes pasado. Aunque en otra escala, cretino es, asimismo, el político de turno que pone por delante el color de su partido al bienestar general de las ciudadanos que lo colocaron en su despacho y se dedica a bombardear a otra administración, sólo porque piensa distinto. Lo es, además, el periodista que no sabe interpretar una opinión y se dedica a disfrazarse de sastre para hacerte un traje a tus espaldas en vez de hablarte a la cara.

Ya lo digo yo. Están en todos lados, trabajan de policías, camareros, albañiles o poetas; son cofrades, astronautas, monaguillos o conductores de autobús. Da igual el género porque el objetivo es siempre el mismo, el de esparcir su basura por todos lados. Debemos estar en alerta. Mientras tanto, yo me quedo con mi gente, con mi familia y amigos, que ya hacen trabajo suficiente para aguantarme a mí, un cretino en potencia de pies a cabeza, que dedica toda una columna a la malas personas.

martes, 5 de agosto de 2008

¿Tradición o castigo?


Si de nombres hablamos, los argentinos podemos sentar cátedra, porque prácticamente todos tenemos dos, como mínimo, impresos en el DNI. Y yo fui incapaz de burlar a la tradición al ser bautizado Martín Roberto. Martín, por un hijo del cantante Palito Ortega (y yo que pensé que era por el libertador de mi patria, don José de San Martín), y Roberto, en honor a mi tío, Roberto Estanislao, quien a su vez heredó el nombre de mi abuelo, Estanislao Ludovico. Es algo que no tiene explicación racional, aunque ahora, con las nuevas generaciones, se está perdiendo.

Es que no hay cosa más inútil que un segundo nombre, aunque quienes nacimos durante el siglo pasado portemos esa pesada cruz sobre nuestros pasaportes. Lógicamente, mis hermanos, Patricio Guillermo (por mi padre Guillermo Raimundo) y Lucila María -María Marta es mi madre- también fueron castigados. Y qué decir de mis abuelas, Delia Zaída y Helen Castner, porque ni siquiera la rama anglosajona de la familia zafó.

Tampoco existe un jugador argentino que no tenga el temido binomio: Diego Armando, Mario Alberto, Ubaldo Matildo, Gabriel Omar, Juan Ramón, Claudio Paul, Pablo César o Lionel Andrés, entre otros.

Después de darle vueltas al asunto, he descubierto la única utilidad del segundo nombre, que no es otra que buscar un mejor ímpetu en la bronca que te echa mamá. Porque no es lo mismo decir «¡Martín!», que un sonoro y recalcitrante «¡Martín Rrrrrrrrrobertoooo!», como he escuchado en boca de María Marta. Lo tengo muy claro: a mis hijos no los castigaré con este estigma, aunque rompa una tradición centenaria.

domingo, 3 de agosto de 2008

Logroñés, Q.E.P.D.

La hinchada del Logroñés, en el último partido de la temporada 2007-2008 en Segunda B. /Fernando Díaz

Como buen argentino que soy, el fútbol es una parte muy importante de mi vida, un ingrediente casi esencial de mi existencia. Que se lo pregunten a mi madre, que todos los años me pide que me lleve de su casa –y de una maldita vez– mi colección de El Gráfico, una revista semanal que junté entre 1982 y 1998 y que representó el documento sagrado de la religión de la pecosa redonda. Es tanta la pasión, que estoy convencido, lo digo desde la humildad más serena, que soy un futbolista profesional frustrado, simplemente porque mi padre se empeñó en que acabara mis estudios y que fuese a la universidad.

Con orgullo digo, además, que soy del glo
rioso Club Atlético River Plate, campeón del siglo XX, y que simpatizo con el Barça y la Real Sociedad. Sin embargo, con el Logroñés me pasa algo curioso, que no termino de comprender. Llegué en 1999 para seguir esa última penosa campaña de Segunda División, con Aranalde, Boronat, Arenaza y compañía. Cada vez que se jugaba en el viejo Las Gaunas, me encargaba de hacer un reportaje para comparar el fútbol de acá y de allá. Pero todo se fue al traste, el equipo descendió, no se cubrió la deuda, y de buenas a primeras acabó en Tercera. No importó, porque eso de la pasión no se puede explicar, y seguí apoyando a los blanquirrojos hasta que se entró en en una vorágine que me hizo perderle el rastro. Pero, sobre todo, dejé de tenerle respeto al Logroñés, por más cariño que sintiese por él.

Vi atónito como iban pasando los supuestos salvadores, un desfile de sinvergüenzas sin escrúpulos –con pági
nas web subidas de tono incluidas– de un club que yacía agonizante y que se empeñaban en seguir pisoteando. Hoy se firma un capítulo nuevo, con alguna cara conocida y otras (regionalistas ellas) que no sé ubicar en este absurdo escenario. Por favor, por el bien de la afición y de la historia, dejen morir al Logroñés con dignidad. Por lo menos para que pueda descansar en paz de una puñetera vez.